Dimitri, que así se llamaba el padre, era un campesino trabajador que amaba la tierra y a los animales. Desde muy joven, aunque su padre le había hablado de convenir un matrimonio con una prima lejana, él insistió en casarse con Jara, una dulce joven que vivía del lado austríaco del río Danubio.
La había visto la primera vez en el mercado, mientras asistía a su padre en un intercambio de animales y quedó instantáneamente enamorado de la candidez y belleza de la niña. Dimitri tenía en su bolsillo una pequeña talla inconclusa y no dudo en extendérsela, discretamente, al pasar a su lado. De la olorosa madera de pino intentaba nacer la imagen de un pájaro en vuelo. La joven tomó el regalo y lo escondió entre sus faldas. Años después, cuando estuvieron casados, le confesó a su esposo que nunca mostró ese regalo a nadie, asegurando que ese pájaro en vuelo permaneciera entre ellos dos como un romántico y perenne secreto de amor.
Vivieron una vida apacible y sana.
Con un criterio adusto y discreto pudieron cumplir con los impuestos que la nobleza les imponía y manejar, con optimismo y fe, los numerosos peligros de la vida de entonces.
Jara se mantenía ocupada hilando, tejiendo, preparando alimentos y bebidas y, en el tiempo de cosecha, acompañaba a su marido al campo para recoger sus frutos. Por las noches temprano, se reunían con los otros campesinos para escuchar las viejas historias del tiempo primero, cuando las personas comenzaron a nombrar las cosas.
Y así transcurrió el tiempo hasta que nació Milka.
La cabaña de los campesinos se llenó de preguntas y de sobresaltos. Milka comenzó a demostrar desde muy pequeña una personalidad brillante, inquisidora e intrépida por lo que fue necesario tenerla siempre a la vista.
En cuanto comenzó a hablar y a caminar preguntaba a sus padres por todo cuanto sus ojos miraban. Quería meter sus manitos en todas partes, comenzó a opinar y a querer ayudar en las labores.
Su padre construyó una cabaña y adentro puso una mesa donde sentaba a la niña mientras ordeñaba, desde allí ella miraba el campo, veía florecer las plantas, aprendía de la naturaleza de los animales y miraba los castillos de las alejadas cumbres.
Allí Milka escuchaba las dulces canciones que su padre entonaba mientras trabajaba y los cantos de otros labriegos que bajaban desde las montañas. Prestaba atención. A veces escuchaba canciones llenas de un sentimiento de nostalgia, otras, canciones llenas de encanto de lo natural, como aquella en las que se le agradece al arrollo su agua clara.
Milka tendría unos nueve años cuando escuchó, por primera vez, cantar a un juglar, sus padres la habían llevado al mercado donde se conocieron. Después de los intercambios de mercancías, se acercaron al lado de un aljibe donde un grupo de artistas realizaba acrobacias, tocaban instrumentos y cantaban.
La niña estaba encantada, allí escuchó, entre olores de fruta y carnes curadas, la primera canción de amor. Un juglar, con gestos muy exagerados, cantaba la historia de un campesino que le juraba a una dama de la nobleza un amor infinito, sumiso y desinteresado. Milka escucho por primera vez la historia de un amor imposible y se imaginó a sí misma sufriendo lo que la canción narraba.
De regreso a casa los padres la miraron absorta, pensativa… su mirada, antes veloz e inquieta se hizo pacífica y detenida. Observaba a su padre y a su madre, los ayudaba en las labores como siempre, pero comenzó a hacer preguntas precisas sobre la vida en los castillos y el mundo de afuera de la villa.
Dimitri, precavido, tomó medidas. Un día llegó a casa con una inusual visita. Venía acompañado de un monje que al llegar preguntó por Milka y ante el asombro de la madre y de la hija le entregó a esta última un talego.
Bajo un tilo que aún debe seguir vivo, sembrado cuando Dimitri y Jara se casaron, Milka comenzó a aprender a leer y a escribir, bajo las enseñanzas del monje.
En el rústico talego el monje había puesto una tablilla encerada, una pluma de ganso y trozos de carbón. Hay que decir que estas lecciones realizadas con un cierto misterio, no eran regulares, porque era improcedente que una niña se interesara por aspectos diferentes a la maternidad y el cuidado del hogar.
Ella aprendió a leer de una manera inusitadamente rápida y gozosa, el monje pudo conectar con su júbilo e intuir el enorme potencial que la niña ofrecía. Cuando ya no pudo enseñarle sobre lectura y escritura comenzó con las matemáticas. Pronto agotó sus conocimientos de los números y le enseñó el latín y el francés…Después vendrían las clases de geografía que llenaron a Milka de ambiciones.
Cuando Milka tuvo doce años podía conversar en varios idiomas germanos, los que escuchaba en las pláticas mezcladas del mercado, donde seguía acompañando a sus padres.
Un día, cerca del aljibe donde escuchó por primera vez una canción de amor, un jovencito con tímida sonrisa le extendió una flor y pronunció en un gutural idioma una frase que ella entendió perfectamente.
La adolescente, con la frente en alto, tomó la flor, agradeció en el mismo dialecto y retribuyó una sonrisa divertida. Al rato le regaló la flor a su madre diciéndole que se la había dado un joven pero que no sabía qué hacer con ella. Jara tomó la flor y la colocó delicadamente en su canasto. Algo en su interior se entristeció por un momento.
Milka florecía como una rosa magnífica, no pasaba desapercibida y su fama fue extendiéndose paulatinamente.
Un sábado de abril, antes y después de la misa, Dimitri fue abordado por dos padres diferentes que le pidieron concertar el matrimonio de Milka con sus hijos. Dimitri sintió en ambos momentos una flecha enterrándose en su pecho.
En casa conversó con Jara y pudo ver en su mirada una terca renuencia. Él la entendió sin palabras. No enteraron a Milka del incidente, porque ambos sabían su opinión sin consultarla.
Ocurrieron otra vez al viejo monje y este les respondió sin ambigüedad. Milka tiene dos caminos, dijo tajante, ingresa a la corte o al convento.
Consultada Milka sobre las tres posibilidades de su vida, lo que incluía el matrimonio a sus catorce años, Milka se decidió, después de cavilar un poco entre el convento y la corte, por la corte.
Ahora se trataba de elaborar un plan y en eso Dimitri y su hija eran muy buenos.
Esta parte de la historia de Milka termina en el castillo de Bojnice, aquel castillo que observaba desde su cabaña y del que su padre contaba que comenzó como un fuerte de madera. Ahora era como un palacio de cuentos de hada y allí la llevó su padre, enterado de que la noble familia Poznan, que lo habitaba, tenía una descendencia de tres hijos, un heredero que no llegaba a la veintena de años, una joven de la edad de Milka y una niña en edad de mudar los dientes.
El viejo maestro, consiguió una recomendación para Milka.
El abad de su monasterio selló la esquela que el mismo viejo monje escribió para a la noble familia. Allí se mencionaban algunas capacidades de Milka; sabía leer, escribir, hablaba idiomas… al final del escrito se pedía protección para ella.
Era cosa muy extraña, hace mil años, que una niña, de cualquier condición social, poseyera las cualidades de Milka, pero todos sabemos que no hay cosa imposible para nadie, si en el momento de su nacimiento el universo dibuja una corona en el cielo nocturno.
Milka tuvo una vida larga y se convirtió en una gran trovadora.
Todavía se cantan sus canciones.

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