El perro en el Puente Martín | Relato corto |

El perro en el Puente Martín

   

    Las personas del pueblo le llamaban «borracho» aunque nunca les dio mayor importancia a los comentarios, es más, algunas veces lo negó rotundamente. No era un borracho, solo un hombre que descubrió a los placeres de la vida metidos en una botella, o eso decía. ¿De dónde había sacado aquella cita? ¿De un libro? ¿O la leyó escrito en el envase de aguardiente? «Qué más da —pensó, mientras se daba un trago —, lo importante es que es cierto».

    Una noche, como cualquier otra, despertó sobre la banca de la parada del autobús. El frío le helaba los huesos y tenía entumecidas las articulaciones; la penumbra le empañaba la vista, al igual que una aparente neblina, que no distinguía si era producto del clima o culpa de la bebida. Otra cosa que tampoco sabía era cómo había llegado hasta allá, pero de todas formas no le dio mayor importancia porque no era la primera vez que el alcohol lograba borrarle la memoria y hacerlo aparecer en sitios desconocidos.

    Con la punta del dedo índice se quitó las lagañas de los ojos, se sentó en la banqueta y observó a su alrededor, tratando de ubicarse en el difuminado panorama. «Si me voy por allá llego hasta la calle Crespo —dijo, hablando consigo mismo, señalando hacia un cruce a la izquierda —, de ahí iré derecho hasta el Puente Martín y llegaré a casa». Antes de disponerse a caminar, metió la mano bajo su chaqueta y palpó los bolsillos interiores frenéticamente hasta que dio con ella: la botella, bella e inmaculada, tanto que por un momento hasta sintió ganas de besarla; para su regocijo no sufrió ningún daño mientras estuvo desmayado. La destapó, se dio un trago largo y comenzó a caminar dando tumbos y recargándose en cualquier superficie que le fuese posible.

    Entre trago y trago, por momentos cantaba alguna canción con palabras impronunciables y modificando las partes que no recordaba, un par de veces se detuvo a orinar en medio de la acera, y al menos en tres ocasiones estuvo a punto de desplomarse contra el suelo luego de tropezar. Así fue tras cada paso, hasta llegar al Puente Martín. Ahí, por algún motivo, la noche, que hasta entonces era gélida, pasó a sentirse más caliente, mucho más. Tan caliente que el hombre se quitó la chaqueta, y notó cómo gotas de sudor perlaban su frente, antes de cruzar.

    A la mitad del puente escuchó un sonido. Algo lejano... pero no tanto, el llanto de un animal que le hizo detenerse a mirar. «¿De dónde viene?» se preguntó; por ahí no había ningún farol o iluminación alguna y le era imposible distinguir algo en medio de tanta oscuridad. Sin embargo caminó hasta el barandal y ahí encontró a la fuente del llanto.

    El animal era un pequeño negro con peculiares ojos de un tono rojizo. El hombre, con curiosidad ante este último detalle, se acercó más hasta él y lo cargó.

    —Hola, pequeño amigo —dijo, alzándolo con una mano mientras sostenía la botella, casi terminada ya, en la otra —. Jamás había visto a uno como tú, con esos ojos tan raros —también le extrañó que el cachorro ya no emitiese sonido alguno.

    No parecía ser un perro callejero, estaba muy bien cuidado: «Tiene el pelo muy suave y está bastante gordo». El borracho dio varias vueltas sobre su propio eje, aún con el cachorro en su mano, riendo como si hubiese escuchado el mejor de los chistes, hasta que algo más llamó su atención, cuando el brillo de la luna apareció entre las nubes. Por el susto que sintió, al descubrir eso, lo dejó caer. Aquel perro tenía un par de protuberancias sobre su cabeza; el hombre, sin dar crédito a lo que veía, exclamó: «¡Cuernos!». Miró rápidamente su botella, ¿alguna vez el alcohol había causado alucinaciones similares? «No, no, no, no…» repitió. Eso no era producto de su imaginación, sino la realidad más lúcida.

    De pronto el animal comenzó a gruñirle, la caída pareció haberle enojado, puesto que no dejaba de mostrarle los dientes. Rápidamente aquel gruñido dejó de ser como el de un can, se convirtió en un sonido ensordecedor, más como la amenaza de diez osos que como la de un perro y, para terminar de acabar con la ya devastada incredulidad del pobre borracho, su tamaño se hizo mayor. Creció tanto y tan rápidamente que cuestión de un parpadeo la bestia, en cuatro patas, le sobrepasó en altura. Los ojos ahora lucían como dos gotas de sangre brillantes,

    Resignado a morir en las fauces del demoníaco ser, se tumbó de rodillas y rezó unas inentendibles palabras con las manos cruzadas sobre su cabeza. En ellas sentía el vapor del aliento de la bestia que le quemaba, escuchaba el gruñido cada vez más fuerte y, dado a los chorros de sudor que le empaparon las ropas, resultaba evidente que la temperatura estaba aumentando. Cerró los ojos y suplicó hasta que perdió la noción del tiempo, el miedo, y todo ennegreció.

    Despertó horas después. Sudaba en medio del puente, a pesar del frío que lo hacía tiritar; las manos le ardían y cuando intentó levantarse se cortó en una con un trozo de vidrio de la botella rota. Apenas recordó el evento, buscó al monstruo de los cuernos entre la oscuridad, pero no vio nada. Desconfiado, tambaleó hasta que empezó a correr. No se detuvo hasta llegar a su casa. Nunca más probó ni una gota de alcohol.


Foto de @fotorincon12. Sin edición aquí

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