
El accidente sucedió un domingo de aburrido paseo. La tonta tarde trascendió en el entuerto lamentable de los tendones rotos, los nervios deshilachados, la sangre pintando el vestido y todo alrededor, y los huesitos rodando por el suelo. El asiento del automóvil de colección fue corrido, el mecanismo era rudo, y ese mordisco metálico trabó la graciosa y débil mano que, desafortunadamente, fue a dar allí a las de su penoso destino. Y en adelante, a las de los mejores cirujanos. Después vendría larga terapia, ese era el plan.
Entre zurcidos y remiendos tan finos, singular preocupación se fue desbordando en Alina, quien dedicó todos sus cuidados al atavío de su muñeca accidentada. Encajes, cristales, gasas nobles, tejidos de punto sutilísimos, perlas y hasta hilos de plata, vistieron sus vendajes, arroparon su dolor, se impacientaron con ella, que no habiendo terminado de colocar los últimos detalles del ajuar de cada cura, tenía que comenzar a estructurar otro para la siguiente.
La paciente adoptó tal tarea como ciencia. Entre antisépticos, apósitos, rayos X, batas blancas y dedos ágiles y precisos, el compás de espera la hacía sentir mareada, pero eso se veía compensado ampliamente en las horas solas de diseño y arreglo del estilo, de confección de ornamentos únicos, de... ¡arte! Se abrió paso el placer.
-Mi mano flor...-, decía, en voz muy baja, enternecida la tenue sonrisa, entornados los ojos brillantes de orgullo.
Vana pocas veces lo fue tanto, como cuando se negó rotundamente a continuar con la reconstrucción y rehabilitación de su muñeca. -¡No!-, para poder disfrutar a sus anchas de la linda afición. Total, para ponerla en práctica se tenía a sí misma.