Estimada gente de Steemit, dejo con ustedes el tercer relato de la serie de cuentos Una familia imaginaria. Espero la amabilidad de sus lecturas.
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Mi abuela recordaba que el vestido era de un rosa muy pálido, casi blanco; una pieza muy fina para Puerto Escondido, demasiado incluso para Cumaná, pero su madrina deseaba que lo usara en su primera comunión y nadie discutía eso. La madrina Esperanza venía de Europa y había sido (antes de que la desgracia la gastara, antes de la quiebra y de sus muertos) un miembro bastante destacado de esa mezcolanza de aristócratas arruinados y comerciantes enriquecidos que se consideraban personas de calidad de la sociedad cumanesa de principios del siglo XX.
El encaje, tejido por su madrina, se apreciaba poco en la fotografía, pero para mi abuela había ido ganando nitidez y creciendo a fuerza de rememorar, de repetir la historia de Agalia, su prima hermana. Había ido definiéndose ante los ojos brillantes de mi abuela, que se perdía en los detalles de una historia que no sabía resolver. La historia de la búsqueda estéril de la alegría, de la risa de los hijos que Agalia no tuvo, del contacto maravilloso de los reales que no hicieron en Cumaná, cuando fueran grandes y montaran una tienda. Porque Agalia murió. Y murió definitivamente y de una vez con dolor sin purga.

Fuente
El encaje de animalitos
Durante más de un año estuvo la madrina tejiendo el encaje del vestido de comunión de mi abuela. Era experta en urdir motivos naturales, y mi abuela decía que se podían desenrollar metros de su labor y no encontrar jamás un animal repetido, ni una flor igual a otra. La primera figura que había hecho para su vestido de comunión era la de un mono, a la cual le seguía una elegante palmera, una flor de barbasco, un pavorreal, una cayena, una rosa cortada… Había colibríes y gallinas, había ciervos.
Era aquel encaje una historia de animalitos que corrían sueltos por los cerros de Puerto Escondido, que abrevaban en Los Bordones y vagaban por los montes. Era ese encaje una historia de niños que crecieron escuchando historias de tesoros piratas, entierros de morocotas... Historias que no podían sino ser verdaderas, pues se conocían desde siempre y se sabía que Antonio Ruiz, apodado El Verduguillo, fundador, dueño de los botes y las redes, dueño de las casas y los chivos, se había hecho rico con un entierro que encontró persiguiendo la luz de unas ánimas en pena.
Pero también había en el encaje animales que nadie en el pueblo había visto nunca, caballos y ballenas con cuernos en la frente, o con alas, leones con cabeza de pájaro… También había niñas camino del río, buscando leña. Niñas que habían escuchado historias de arcones llenos de oro enterrados en los cerros. Había niñas que podían creerle al hombre-sombra que en los montes estaban los entierros de morocotas junto a los huesos de españoles anónimos, llorados por sus familias hace tanto que ya no daban miedo. Niñas que podían creer que regresarían a sus casas adornadas con collares de esmeraldas y cadenas de oro. Niñas que puedes encontrar flotando en el río, rotas, muy rotas hasta las entrañas rotas, hasta la sangre rotas, sin cara ya. Como si hubieran querido desprenderles a mordiscos el alma.

El rostro de Agalia
Abuela tardó años en contarme la historia de la prima Agalia. Cuando la completó, entendí por qué se le humedecían los ojos mientras acariciaba con el dedo esa foto amarilla. Entendí por qué su tristeza se desbordaba en rabia y por qué, a través de los años, había ido avanzando tan lentamente en ese recuerdo, tejiendo con los hilos de esa memoria herida las ocurrencias de Agalia, la alegría de Agalia, el pelo dorado de Agalia, las manos pequeñas de Agalia, el rostro irrecuperable de Agalia.
El día de la foto fue el día del funeral. Antonio Ruiz, El Verduguillo, a quien casi ningún pecado conmovía, pagó de su bolsillo a un fotógrafo que trajeron en bote desde Cumaná. En el rancho pobre de la abuela de Agalia hizo instalar un sillón de su propia casa.

El fotógrafo disimulaba mal su horror, pero fue amable y silencioso, y discreto. Fue suave, fue amoroso, fue cálido, fue frágil, mientras acomodaba a la abuela de Agalia, seca ya de llanto, seca de aire, seca de espanto y a Agalia misma en la actitud piadosa de rezo. Con aquel vestido hermoso, excesivo, fuera de lugar sobre el piso de tierra, discordante con las flores raquíticas. Aquella exuberancia de animalitos bordados para una prima de espaldas, impresentable para su única oportunidad de hacerse un retrato.
“Aquel día, en el río, se cogió hasta la cara; nos quitó hasta el recuerdo”, dijo mi abuela, y por fin pudo llorar para mí el final de su historia.