Mi abuela me contó que hubo una vez una guerra.
Fue en Platea, Grecia, donde los hijos de Lilith se enfrentaron los unos a los otros. Fue una carnicería, recordaba con cierto temor. Madre e hijo se enfrentaron a muerte en el Monte Kithairión. La victoria estuvo del lado de la madre, quien asesinó a todos los traidores y a sus familias, incluyendo a su propio hijo y a sus nietos.
Recuerdo aún que le pregunté qué había pasado tras la derrota. Mi abuela, con una sonrisa triste, me contó que Lilith arrancó la cabeza de su hijo Ambrogio y la empaló en la cabecera de su trono de sangre y huesos como una advertencia a aquellos que pretendían desafiar su ley. Y esa advertencia había surtido efecto, ya que nadie osó desafiarla nunca más, al menos no de manera abierta. Su ley se cumplía cabalmente: Todo nordekai humano, así como la descendencia nacida de la unión de éste con un vampiro, debía morir. El vampiro solo podía tener descendencia con uno de la misma especie, de la misma sangre. Solo así podrá la raza sobrevivir.
Sin embargo, una mañana todo cambiaría para la Madre de los Vampiros. Una mañana que olvidó dos días después. Una mañana que mi abuela jamás ha olvidado, y que yo, Morgaine Pendragon, tampoco lo he olvidado.
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