
Recientemente vi que hay por aquí un concurso sobre las mayores torpezas, que hemos tenido. La idea de salir ganadores gracias a nuestros desatinos es atractiva y sin ninguna modestia yo creo que lo haría, es la razón por la cual declino mi participación para así darle chance a los demás, que espero no sean tan recurrentes en este tipo de faltas.
Si bien es cierto, no es algo de lo cual sentirnos orgullosos, podemos no ser tan duros con nosotros mismos y asumir que todos hemos cometido actos de torpeza,y si hacemos un balance nos daríamos cuenta de que muchas acciones fueron realmente equivocaciones, pero así como la merengada de galletas, muchos yerros dieron como resultados grandes satisfacciones. Voy a referirme mejor a aquellos escenarios en los cuales nos hemos comportado torpemente, sin proponérnoslo.
Caso A. La cartera que no aparece.
Un viernes, mis hijos me invitaron a un parque acuático que hay en la región, preparé un pequeño bolso y nos fuimos. Al llegar, como pasa con frecuencia, unas tarjetas de débito pasaban más fácilmente que otras, por lo que me ofrecí a que se usara una de las mías; guardé nuevamente un monedero delgadito que uso para ellas y entramos al sitio a pasar un día diferente. Me pasé todo el tiempo divirtiéndome con mis hijos y nietos.
La primera idea, que me surge, fue que lo dejé en la administración, cuando usé la tarjeta en la mañana; sin pensarlo dos veces, me voy hasta allí a preguntar, los resultados fueron negativos; vuelvo al sitio donde nos reuníamos, (ya se me había echado a perder la tarde), y se me metió la idea de que había sido víctima de un robo. Me retiré a un lugar donde no me perturbara la música y como me sé de memoria el número del banco, llamé y bloqueé la tarjeta de débito y crédito. Con el mismo delirio intenté lo mismo con otro banco pero no logré la comunicación con ellos.

Volví a la mesa satisfecha, de sentirme adulto mayor capaz de resolver mis problemas. Mi hija, no conforme con la idea del robo, volvió a revisar meticulosamente el bolso, a sacar uno a uno su contenido y cuando ya no quedó nada en el mismo, lo apretó y se dio cuenta de que había algo: efectivamente, en un bolsillo pequeño, casi inadvertido estaba intacto mi monedero.
Ese lunes siguiente era bancario y me correspondió esperar hasta el martes para hacer la engorrosa cola y todos los trámites para resolver lo del bloqueo. Ese trastorno me ocasionó varias idas al banco con sus días de espera y la enseñanza de que nunca es bueno apresurarse a sacar conclusiones en este tipo de situaciones.
Caso B El regalo
Esa vez se me ocurre aprovechar la ocasión para hacerle una broma a una amiga, conocedora también de su tendencia a jugarse y su buen humor. Como en la caja de los regalos se dejaban golosinas pero también otras cosas para generar risas. A mí se me ocurrió una “brillante idea”: recorté un borrador de nata, en forma de caramelo y le escribí un mensaje en el mismo, luego lo envolví con mucho cuidado para que efectivamente pareciera ese dulce.
Estuve atenta a ese receso donde se destaparían los “regalos”; la cara que puso ella y el malestar visible que le produjo cuando destapó aquello, me preocupó, y decidí aclararle que había sido yo, que lo había hecho para echarle broma, el mensaje decía: “para que te borres del mapa”, (me río escribiendo esto, qué pena), realmente me arrepentí de haberle hecho eso, porque no pensé que se lo tomaría tan a pecho. Estuvo molesta conmigo un tiempo, pero luego se le olvidó.

Hoy en día somos comadres, y hemos compartido infinidad de momentos. Si por alguna casualidad ella leyera esto, sabría que lo consideré como una verdadera torpeza de mi parte. No perdí por completo la maña de echar broma a familiares y amigos, pero he bajado mucho la intensidad.
Caso C. Aunque sea un pedacito
Hay torpezas involuntarias, esas que hace la lengua cuando se desconecta del pensamiento. Aquí puedo considerarme realmente experta. Decir una cosa cuando pretendo decir otra, es cada vez más frecuente o adelantarme a completar las palabras del otro, es un tipo de incompetencia que ojalá supere.
Mi gente sabe cómo me gustan los dulces. Un día fui a una oficina a buscar un recaudo que necesitaba para terminar de llenar unos papeles que debía entregar y estaba retrasada con eso. Al entrar veo una torta grandísima en una mesa, imaginé que sería el cumpleaños de alguien. Me apresuré a pedirle a la secretaria las planillas que necesitaba, ella me dice que no las tiene todas y yo le contesto: “aunque sea un pedacito”, ¡trágame tierra!, no sé si se dio cuenta, delante de ella me contuve, tomé las hojas que me entregó y me fui a reírme sola. La expresión ha quedado como fórmula nuestra, aquí en casa, cada vez que un dulce se atraviesa en el camino.

Quedan muchas, pero para que no duden de mi integridad mental, mejor lo dejo hasta aquí. ¿Te atreverías a contarme tus desaciertos? Sabes que tu comentario es muy importante para mí.

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