Marea alta | Relato corto |

Marea alta

   

    Generalmente estaba llena de gente, turistas en su mayoría, pero no allí. Esa zona, escondida entre una muralla de piedras y maleza, era un lugar que solo Alcides conocía. Cada día, al mediodía, bajaba por el cerro, con dos botes pintura sujetos a un palo de escoba, para buscar cangrejos. Por alguna razón en ese sitio siempre encontraba a los pequeños crustáceos por montones, tras recolectarlos los vendía a los restaurantes, y por ello lo mantenía en secreto.

    A pesar de la hora, aquella vez las nubes grises colmaban el cielo. «No habrá nadie en la playa», pensó el chico. Siempre se preguntó qué tanto le veían los turistas a la playa. Sí, un chapuzón de vez en cuando era agradable, sin embargo la mayoría de las personas que iban hasta allá ni siquiera se metían al agua. Al llegar a su espacio predilecto escaló hasta una de las altas rocas, que fungían como muralla para mantener su escondrijo a salvo de las vistas ajenas, y comprobó que, en efecto, el lugar en toda su extensión se encontraba vacío.

    Bajó de un salto, sus piernas se clavaron en la húmeda arena, casi hasta los tobillos. En la planta sintió un ligero pellizco, sacó el pie y cogió al pequeño cangrejo que se aferraba a él.

    —Tú eres el primero —le dijo, con una sonrisa de oreja a oreja.

    Dio unos pasos y ahí fue cuando, a pocos metros delante, vio la manta. La arena la cubría casi en su totalidad, aunque aún era posible divisar pequeños espacios de los recuadros blancos y rojos que la componían. De no haber sido por la cesta puesta sobre ella, probablemente el viento se la hubiera llevado.

    Se acercó con extrema curiosidad. Alzó la cesta, que también estaba casi completamente cubierta de arena, y la manta. Ambas estaban frías, probablemente llevaban muchas horas ahí. Dentro halló comida, cigarrillos, algunas prendas, un collar de perro que decía Boco en la inscripción, una cartera y un teléfono, pero no sabía encender este último.

    —¿Hola? —le costaba creer que alguien se hubiese marchado y dejado sus pertenencias atrás.

    Junto a la orilla ubicó un paraguas, lo cogió por el mango y volvió a tirarlo. Dedicó unos segundos a ver el mar, las olas eran cada vez más grandes a medida que las nubes se hacían más negras. Entonces volteó la vista: donde estuvo la manta ahora había una chica sentada. Él no pudo disimular su sorpresa, no obstante a ella no pareció importarle.

    —Hola... ¿Son tus cosas? Perdona, pensé que no había nadie —afirmó, nervioso.

    Le ignoró. Solo miraba el agua, absorta.

    —¿Estás bien? Te ves pálida —dijo, mientras se acercaba.

    —¿Puedes hacerme un favor? —preguntó la chica, una vez Alcides estuvo de pie junto a ella.

    —Ah... claro, supongo —la frialdad en su voz comenzó a causarle más miedo cuando notó que además, aunque su piel goteaba y solo vestía con un traje de baño de dos piezas, no demostró ni la más mínima aversión a la helada brisa.

    —¿Puedes rescatar a Boco? Entró hace un rato a buscarme, y creo que necesita ayuda.

    —¿Boco? —recordó el collar —. ¿El perro? ¿Vino contigo?

    Tardó un rato en comprender, no fue hasta que observó otra vez el mar que lo descubrió: en el agua, a muchos metros de la orilla, un perro pataleaba por regresar mientras las olas lo alejaban cada vez más.

    —Mierda —masculló. Sin pensarlo soltó los botes que llevaba a la espalda, se quitó los zapatos y saltó al agua.

    El oleaje era bestial, sin embargo Alcides ya había nadado en medio de tormentas anteriormente, y conocía a la perfección los riesgos que ello suponía. Llegó con velocidad hasta donde Boco luchaba por su vida. El perro se abalanzó a él, sujetándose a su espalda con las patas delanteras al tiempo que pataleaba con las traseras. «Qué bueno que eres de los perros inteligentes», pensó.

    El regreso fue, al menos en brazadas, el doble de complicado. Apenas llegaron, el can se sacudió y corrió. Alcides se desplomó contra la arena, aún con las piernas parcialmente en el agua. Quedó boca arriba, con la respiración agitada y mirando al cielo, y se desmayó.

    Comenzó a escuchar un sonido, una canción. «Qué canción tan fea —se dijo a sí mismo —. ¡El teléfono!», cayó en cuenta. Ya era de noche, despertó sobresaltado, lejos de la orilla, junto a la cesta de la chica. El teléfono recibía una llamada, «ella debe haberlo encendido». La manta de cuadros blancos y rojos le cubría del frío y, a su lado, Boco dormía. Pero la joven no estaba por ninguna parte.


Marea alta.png

Imagen original de Pexels | Sebastian Voortman

XXX

   

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