Una y cinco de la tarde | Relato corto |

Una y cinco de la tarde

   

    Parado a pocos metros de la puerta revisó su reloj, faltaban cinco minutos para la una de la tarde, hora de la misa. Antes de entrar contempló el antiguo y enorme templo por unos minutos. La fachada parecía estar hecha en su mayoría de madera, a excepción de algunas secciones donde se complementaba con piedra en los muros y las gárgolas que cubrían toda la extensión de la parte frontal. Esas criaturas lucían horribles, profanas. Se cuestionó cómo alguien podría ir a predicar en un lugar custodiado por tales abominaciones de roca tallada- Apretó su maletín, tragó seco y se adentró.

    Si bien por fuera aparentaba ser un lugar tétrico y oscuro, por dentro era todo lo contrario: cientos de velas, o incluso miles, cubrían todo el salón desde el techo y los murales dispuestos específicamente para cumplir esa función; en el techo una pintura que representaba diversos pasajes del Génesis quedaba completamente iluminada por las pequeñas llamas de las velas y los candelabros que juntos sumaban un gran fuego. La luminosidad era casi segadora y el calor sofocante, sin embargo quedó estupefacto con la belleza que el juego de luces daba al lugar.

    —Bienvenido, hermano —le saludó una anciana.

    Aquella mujer jorobada, de cabello canoso que se extendía hasta los hombros, grandes ojeras malva, un rostro lleno de manchas y arrugas, y con apenas la mitad de la dentadura, mantenía una sonrisa de oreja a oreja mientras hablaba.

    —¿Has venido a la misa? —en su voz notaba además demasiada amabilidad y una pasividad tranquilizadora.

    —Sí —respondió él a la vez que en su mente se reprochó: «responde algo más, idiota» —. Yo... necesito reflexionar.

    —¡Oh, qué bueno! —el carisma de la señora casi le hacía obviar la desagradable vista de los carcomidos dientes que le quedaban —. Creo que has venido al lugar indicado. Siéntate por allá, el sacerdote comenzará pronto.

    Él chequeó su reloj nuevamente y agradeció. Contó unas trece filas de bancas que, al igual que la mayor parte del lugar, eran de madera. Había suficientes personas en ellas para llenar al menos la mitad de la sala. «Hacemos esto por Dios» le espetó de repente la voz de su hermano en la mente. Apretó el maletín con más fuerza otra vez y se sentó en la banca izquierda de la sexta hilera.

    Comenzaba a sentirse nervioso, las manos le sudaban y al palparse el pecho notó su corazón acelerado. Observó el lugar: a pocos metros a su izquierda una madre regañaba a su hija que hacía un berrinche, a su derecha, en la otra banca, un hombre solitario rezaba arrodillado, con la cabeza agachada y las manos al aire. Escuchaba los murmullos de las personas, y sintió como si alguien le observara a él. «Quizá me descubrieron, debería salir de aquí —pensó mientras continuaba mirando a su alrededor —. No seas demente, no hay forma de que alguien lo sepa». Gotas de sudor brotaban de su frente y un escalofrío le recorrió cuando sintió que alguien le apoyó una mano en el hombro.

    —Perdón, no quería asustarte —una joven, más o menos de su edad, estaba ahora parada junto a él —. ¿Podría sentarme por aquí?

    —Ah... ah... —las palabras se negaban a salir de su boca.

    Era hermosa, sus ojos lucían tornados de color miel ante el reflejo del fuego de las velas, el cabello se le deslizaba como un oleaje cobrizo a lo largo de la espalda, deteniéndose justo en la zona lumbar, y el vestido negro parecía hecho a su medida. Pero lo que más le gustó fue el aroma, esa esencia que desprendía ¿podía ser un perfume? El brillo a sus espaldas le daba un aura de divinidad, puede que fuera un ángel, ¿así olían los ángeles?

    —Tomaré eso como un sí —dijo entonces, rompiendo su fantasía al tiempo que dejó escapar una risilla, un sonido encantador —. Me gusta estar en las banquetas del medio.

    —Ah... claro —balbuceó él. «¿Claro qué?», aquello había sido cualquier cosa menos una respuesta.

    Ella volvió a reír y se sentó. El revisó su reloj: «una de la tarde».

    Alzó la vista al escuchar el sonido del golpeteo en el micrófono acomodado en el podio principal. El sacerdote había llegado rodeado de muchos jóvenes vestidos en túnicas blancas. «Discípulos» concluyó al ver que acomodaban trapos y copas frente a este en el palco.

    Estudió por segunda vez su alrededor, principalmente se fijó en las personas: niños, jóvenes, adultos, ancianos, hombres y mujeres por igual. Sintió pena por ellos hasta que la voz de su hermano resurgió: «Hacemos esto por Dios».

    —Hacemos esto por Dios —repitió en voz baja.

    —¿Cómo dices? —sentada a su izquierda notó ahora que sus ojos eran marrones claros, y le parecieron más hermosos aún.

    —Nada —respondió de forma tajante, aunque por dentro lo lamentó. No podía permitirse distracciones.

    Su reloj marcaba la una y cinco de la tarde, el momento de cumplir llegó más rápido de lo que esperó. Dejó el maletín acomodada en la parte baja de la banqueta, a la derecha de donde estaba.

    —Tengo que irme —dijo, levantándose de la silla. Salió con prisa y procuró no mirar atrás.

    Ni siquiera paró por la anciana de la entrada. Algo le dijo, pero no logró escucharla mientras se marchaba a la carrera. Lo que sí escuchó fue la explosión, a pesar de la distancia a la que se encontraba ya, el humo apareció casi inmediatamente después. En la calle todos parecían confundidos: oyó gritos, alguien pidió que llamaran a los bomberos, otras personas lloraban, una anciana se desmayó junto a él y, a sus espaldas, el templo ardía.

    —Lo hice, hermano —comentó a la nada.


Una y cinco de la tarde.png
Imagen original de Pexels | Emma Bauso

XXX

   

¡Gracias por leerme!

   

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