"EL SALTO DE VIDA"

Nunca tuve la valentía de admitir que me daban miedo las alturas. Mucho menos cuando mi familia me dijo que había comprado pasajes para ir a la cima del Salto Ángel. No arruinaría ese proyecto que tenían construido bajo sus cabezas. No era un monstruo… al menos, no por eso. Quizás la sociedad me veía como una bestia por tenerle miedo a todo aquello situado por encima de 10 metros de altura. Los aviones me dan pánico. Hasta los toboganes me generan ansiedad. ¿Qué les puedo decir? Mi talento no es llevar la situación con tranquilidad, al parecer.

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Tras días de recorrido en una sabana caracterizada por una planicie kilométrica, revestida de tepuyes enmarcados en historia universal, y amalgamada de habitantes con idiomas un tanto inimaginables, pero ciertamente hermosos para nosotros, logramos llegar a la base de una montaña poderosa. Nuevamente, al subir la cabeza, pude ver lo que otros no veían: desesperación. ¿Cómo lograría llegar a la cima sin sufrir un ataque de pánico o una caída de mi tensión arterial? Imposible no llegar arriba sin una dosis de adrenalina.

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Subir fue la parte más difícil. El sacrificio físico era innegable, y mucho más para mí, ya que el mayor ejercicio que había hecho en meses había sido subir a la casa las bolsas de mercado que traía mi mamá. Mis hermanos demostraron una destreza envidiable. Mis padres tenían sangre deportista en sus venas. Y yo… jadeando, pude ir logrando el cometido fundamental. El viaje no acababa, cada vez se extendía más y más. Y, justo cuando las esperanzas parecían perdidas, logré tocar la cima con la punta de mis dedos, y, junto a eso, llegó mi ataque de ansiedad.

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La altura era magnánima, pero no superaba mi necesidad por un ansiolítico. Mi familia estaba rebozando en felicidad y orgullo. Al fin y al cabo, lograron lo que se habían propuesto desde niños. ¿Y yo? Yo me había propuesto no arruinarles el viaje a ellos, y mantendría mi motivación. No sabía qué hacer; necesitaba estar en la comodidad de mi hogar. Caminé y caminé y caminé por la cima, pero la voz en mi cabeza que decía “altura, altura, altura” estaba más activa que nunca. Creí que iría a sucumbir en gritos incesantes, hasta que escuché algo que, quizás, mi audición había ignorado durante mi miedo irracional: un curso de agua. Inmediatamente, mi atención se vio dirigida unidireccionalmente hacia aquel vasto cuerpo de agua, en forma de cascada, que producía un eco vehemente en la sabana.
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Y así fue como entendí todo. Eso era el “Salto Ángel”. Era un salto de agua hacia abajo. Era una caída dirigida por la altura, en donde la gravedad era la escritora de esa historia. Y, a pesar de que el agua caía, la gente seguía admirando este tepuy. Fue allí donde, en medio de una epifanía, logré entender todo. Siempre nos caeremos, pero también siempre tendremos la opción de levantarnos y de brillar en nuestra altura. Porque, para llegar alto, tenemos que haber sufrido incontables caídas; de otra forma… ¿para qué vivimos? Son momentos de bajas lo que nos llevan a subir. ¿Quién diría que ese cuerpo de agua sería tan sabio? Nunca había estado tan feliz de estar en las alturas.
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