Desde las cenizas | Relato corto |

Desde las cenizas

   

    La finca perteneció a su padre y, antes que a él, al padre de su padre. Ahora era el turno de Roberto de cargar sobre los hombros el peso de las tierras de la familia. Por unos días pensó en venderlas junto los animales que quedaban, liquidar a los trabajadores e invertir en negocios más ligados a las nuevas tecnologías, sin embargo su esposa, Carla, le convenció de lo contrario. Aunque aquel lugar no tenía nada de especial –de hecho iba de camino a la quiebra–, concluyeron que, con mucho trabajo de por medio, podrían “ponerlo a valer”.

    Así pasó el tiempo y poco a poco la finca volvió a parecerse a lo que fue en sus viejas glorias. Contrataron a media docena de hombres, compraron ganado y caballos, levantaron un nuevo granero y hasta habilitaron ocho parcelas más para cultivo, lo que a su vez les llevó a construir dos silos. Finalmente, cinco años después, la rebautizaron como Desde las cenizas. Casi todos los días Roberto se sentaba junto al pozo a contemplar el ocaso, llevando consigo tabacos, un libro y una linterna, para leer y fumar hasta que le venciera el sueño.

    Una mañana, similar a todas las demás, a excepción de la pesadez en el aire, despertó otra vez a la intemperie. Carla lo había arropado mientras dormía, siempre se preocupaba por él y procuraba no despertarle en las frías noches en las que dormía afuera. «Te estás haciendo viejo» pensó, las articulaciones le dolían más cada día, desde las coyunturas de las piernas hasta los dedos de las manos. Se estiró y caminó unos cuantos metros, cargando la silla plegable en la que había dormido, hasta que Miguel, el encargado del ganado, llegó velozmente a caballo.

    Este tenía una expresión de preocupación en el rostro. Roberto le pidió que hablara. «Raúl y yo vimos a unos de los Epieju montando dos de los caballos cerca del cauce del río, patrón —dijo —. Les llegamos y reclamamos. Ellos solo dijeron que eran sus caballos ahora y se rieron». Los Epieju eran uno de los clanes indígenas de la zona, vivían de extorsionar y robar en fincas y a otros clanes desde hacía años. Ocho caballos de Roberto habían desaparecido en los últimos cuatro meses, él presumía que los Epieju estaban involucrados, pero lo dejaba pasar porque prefería evitar problemas. Sin embargo ya era una afrenta intolerable que, además de robarle, ahora se pasearan con sus caballos tranquilamente por los alrededores de sus tierras.

    Ordenó a Miguel que le preparase un caballo y buscara a dos trabajadores más. Él entró a la casa y cogió el rifle. Antes de salir besó a Carla, se despidió y fumó un cigarro en la entrada; al mediodía los cuatro hombres partieron hacia el territorio del clan.

    A aquellas tierras se llegaba por un camino flanqueado por dos cerros, a mitad del tramo una anciana los esperaba sentada en una roca. «Tú debes ser el hijo de Román —dijo la mujer, señalando a Roberto, que estaba al frente de la marcha —. Te le pareces mucho». Él afirmó y solicitó hablar con el hombre que estuviese al mando: «Vengo a reclamar los caballos que me habéis robado —expresó con firmeza —. Quiero a los animales o su precio en metálico». Ella rió, respondió: «En los clanes rara vez hay un hombre al mando, hijo» y silbó con fuerza. Esa fue la señal para que una treintena de sombras aparecieran por sobre los cerros.

    Decenas de flechas y lanzas volaron casi al mismo tiempo e impactaron en los cuatro hombres y sus caballos. Lo último que Roberto vio fueron cinco de los proyectiles clavados en su torso y uno de sus brazos, antes de caer del caballo y desvanecerse. Dos de los empleados sufrieron el mismo destino, solo Miguel logró escapar con una lanza que le traspasó la pierna y se clavó en su montura. A duras penas llegó a Desde las cenizas a relatar la emboscada.



Foto original de Pixabay | aischmidt

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