Muertes cruzadas (Una familia imaginaria 4)

Amigos de Steemit, dejo para la bondad de sus lecturas el cuarto relato de la serie Una famila imaginaria, que publico cada tantos días. Agradezco a quienes me han acompañado hasta acá con sus lecturas y comentarios. Para un escritor, la oportunidad de intercambiar con sus lectores es una de las experiencias que le da sentido a su trabajo.
Si quieren leer los anteriores, pueden encontrarlos en los siguientes enlaces:

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          La muerte avanza por sus propios caminos. Tiene nudos de voces que se entrelazan y a veces murmuran con una intensidad semejante a la vida, o se pierden en el silencio muy grande que contiene a las historias destinadas a no ocurrir. No es cualquier silencio, es la mudez de las cosas que aún no suceden, es el silencio de cosa sustraída de la existencia.


          Un muchacho camina por la cima de un cerro. Su miedo es más grande que el dolor de las espinas que se clavan en sus talones, más grande que las excoriaciones y todo su cuerpo es una masa latiente de miedo. Lo siguen otros dos, eso no importa, esos son apenas los asesinos. ¿Por qué se lo llevan? ¿Por qué hurgan en esa llaga pavor? Le pegan un tiro que nadie oye. El muchacho apenas llora unas lágrimas y por encima de la mole pesada del espanto que le roba el aire, recuerda una palabra que tuvo sentido alguna vez, la palabra “madre”; recuerda que sonaba ligera. Esa mujer no se enterará de la suerte de su hijo, ella preferirá creer otra cosa. “Debió haberse perdido en el mar”, piensa con tristeza. “Ahogado”, piensa, y se siente vacía.
          Los huesos del muchacho aún no han sido hallados. Gritan, blanqueándose, haciéndose roca. Sus dientes fundiéndose con las piedras, mordiendo los cascajos del cerro. La memoria de sus huesos luchando por alcanzar otra memoria, pues la ha sentido activa. Percibe su movimiento inquieto y anhelante allá abajo, en el pueblo; sobre todo por las mañanas, cuando el cielo está a punto de estallar hecho una furia incandescente sobre el horizonte del mar. “Mamá, no me perdí en el mar. Me mataron”, susurran los huesos. Se arrastra a través del grito, intenta arribar al refugio ligero de la madre. Enmudecer, por fin.


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Una torre de agua

          Así la muerte encuentra sus caminos y, a veces, corta un nudo de relatos, confunde la memoria de los muertos y los vivos, pues mezcla los tiempos y bien puede tomar lo acontecido hace poco como una historia muy vieja o, al contrario, tomar por acontecida una historia que aún no ha sido vivida.
          En el año 29 un terremoto sacudió a Cumaná. Fue una tragedia que asoló a la ciudad, pero mi abuela sólo supo de estas cosas por otras personas. Para el momento, se hallaba en Puerto Escondido, pues había enfermado de meningitis y una de sus tías, Lidia Magda, avisada de que mi abuela no podía valerse por sí misma, ni ver por sus hermanas, ni cuidar de su propio hijo, se la había llevado temporalmente al pueblo de su infancia.
          Lidia vivía con su familia en uno de los pocos ranchos que todavía permanecía habitado en Puerto Escondido ―para la época, reducido a la mitad de lo que era en otros tiempos. Ya la casa grande comenzaba a mostrar el maderamen al sol y las familias que quedaban seguían adelante sin fijarse mucho en su propia merma.
          La tía Lidia se llevó a mi abuela una mañana. Entontecida por la fiebre, confundida por la enfermedad, vio acercarse las arenas blancas de la playa de su infancia y sus brillos le parecieron joyas. La silueta de los ranchos desvencijados al pie de los cerros, sombras móviles de animales extraños, lentos y grises. Así eran los recuerdos que conservaba la abuela Antonia de la última vez que visitó Puerto Escondido. Una película temblorosa de colores. Un mural cristalino de luz.

          El día del terremoto mi abuela se hallaba a la orilla del mar. Allí la tía Lidia la sentaba todos los días, antes de que el sol se deshiciera en un arrebato de fuego que le quemara la carne. Mi abuela supo después que todos huyeron hacia los cerros. La tía Lidia apretando en su pecho al más pequeño de sus hijos, gritando “Dios, ampárame”, imposibilitada de recordar a su sobrina, que contemplaba la cortina abarrotada de brillos del agua retirarse de la playa, lejos, hasta dejar desnudas las rocas del fondo del mar.
          Mi abuela vio levantarse un edificio de agua contenida por una mano invisible. En su interior los botes de su gente, tíos, vecinos, se despeñaban por caídas líquidas, peces reventados flotaban con los ojos muertos, piedras gigantescas, jaspeadas, seres del agua que no supo reconocer.
          Cuenta mi abuela, que de esa furia, que amenazaba con socavar el pueblo no quedó sino una suave ola de agua sucia que subió mansa por sus pies, trepó hasta su cintura, blandamente hasta su pecho, apagando la fiebre.


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Los caminos de la muerte

          Mi abuela fue llevada, aunque tarde, al cerro, por el marido de la tía Lidia, que fue quien se acordó de la enferma abandonada a la orilla del mar durante la conmoción. Luego la vida siguió cada vez con menos miedo. La historia del maremoto creciendo, cambiando, mutando, entreverándose con relatos más o menos emocionantes o heroicos contados por gente que apenas pudo verlo, pues empleaban todas sus fuerzas en huir por los cerros.
          Mi abuela siguió sentándose a la orilla del mar mientras su cuerpo se iba curando y recuperaba el sentido de las cosas reales, más opacas, menos hermosas, más pesadas. Cuenta que el último delirio que la abandonó era el susurro desesperado de un muchacho muy joven que imploraba por sus huesos, que se arrastraba tercamente hacia el interior de las piedras de los cerros, mordiendo.

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Hasta pronto.

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