EN MEDIO DE LA NADA | Parte IV [relato corto]

EN MEDIO DE LA NADA


Puedes leer la tercera parte aquí.


Intenté con todas mis fuerzas no ver ni oler lo que mi cuerpo acababa de expulsar. Luego volví a introducir los dedos, esta vez más profundo, pero solo emergió un trocito de galleta adherido a un largo hilo de baba. Suspiré de alivio y me incorporé, con el mucho más agradable sabor a avena y ácido cítrico en la garganta, y empecé a caminar hacia el bosque.


Parte IV


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Temblaba con violencia, mis dientes castañeaban, la hierba seca crujía bajo mis pies descalzos. Podía sentir el más leve roce de los tallos como puñaladas, el viento gélido como cuchillas sobre mi piel, el mínimo ruido como taladros penetrándome los tímpanos.

El olor a humedad parecía quedarse incrustado en mis pulmones, volviéndolos lentos y pesados. Pero no importaba. Estaba viva. Una recién descubierta fuerza interior me espoleaba. Este lugar la había despertado.

Alcancé la fila de árboles que delimitaba el bosque y me detuve. Necesitaba limpiarme; vomitar no era suficiente. Tenía que limpiar la sangre si quería volver a empezar. Debí haberlo hecho apenas arribé. No era la casa la que requería una limpieza.

Empecé a desvestirme; otro fuerte escalofrió recorrió mi cuerpo desnudo. Respiré hondo. Me adentré en el sombrío bosque, ahora teñido de negro y plata, mientras dejaba escapar lentamente el aire que mi interior había transformado en vapor, y el susurro de las ramas me dio la bienvenida.

Los olores eran tan intensos... Inundaban mis fosas nasales y me reconfortaban como el incienso. El palpitante dolor de cabeza comenzó a mermar. Las hojas muertas estaban húmedas, y mis pasos eran mudos. Rezagadas gotas de lluvia caían juguetonas sobre mi piel erizada, mientras mi mente repelía en el acto cualquier pensamiento que amenazara con acompañarme. Estaba prohibido recordar.

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Me detuve en medio de un claro. El resplandor de la luna teñía mi piel de un hermoso tono plateado. Era el lugar perfecto. Me incliné y con manos temblorosas tomé un puñado de tierra húmeda y hojas muertas. Llené mis pulmones con su primitivo aroma y comencé a frotarlo por mi cuerpo. Mientras lo hacía, continuos espasmos me asaltaban, y tardé un momento en advertir que estaba llorando. Llorando y riendo; enloquecida.

Me dejé caer de rodillas, cogí más puñados de esa mezcla primitiva y me restregué con fuerza. Cubrí mi rostro y mis brazos, mi pecho y mi vientre; también mis piernas y los dedos de los pies. Las lágrimas se deslizaban por mis mejillas, mezclándose con mi suciedad.

Cuando estuve cubierta por completo, grité. Un aullido desgarrador proveniente de lo más profundo de mis entrañas. Lleno de odio, miedo y vergüenza. Y el dolor más puro, el de la pérdida de la inocencia.

Los árboles absorbieron el alarido, se lo tragaron; no se salvó ni el eco. Me acurruqué sobre el lecho del bosque, la tierra me acogió como a una hija largo tiempo ausente, y mi cuerpo se convulsionó con terribles sollozos.

Sorprendentemente, la fiebre empezó a amainar; al igual que el llanto. Y al cabo de un rato, pude ponerme de pie —mantenerme en pie—, y regresé a la casa.

Me sentía tan cansada, y a la vez tan ligera. Podía escuchar el canto de los grillos y las ranas mientras caminaba. Los árboles murmuraban, los olores ya no eran tan intensos, pero seguían reconfortando.

Un pipote lleno de lluvia me aguardaba junto al lavadero. Llené mis manos y dejé caer el agua sobre mí cabeza. Bajé la vista, la suciedad se deslizó por mi rostro y fue a unirse a la hierba muerta que rodeaba mis embarrados pies. Y entonces la vi, asomándose bajo el pipote: una diminuta flor. Reí como una niñita, y de nuevo rompí en llanto.

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Una vez estuve limpia, o tan limpia como podía llegar a estarlo, regresé al interior de la casa. Cerré puertas y ventanas y encendí unas cuantas velas. Tomé un libro, una manta, algunas galletas, y me acomodé en el desvencijado sofá.

La planta del pie izquierdo empezó a dolerme, y la del derecho a arderme. Eran dolores dulces, placenteros. Intenté doblar una pierna para echar un vistazo, pero desistí; ya lo haría mañana. El agotamiento no tardó en vencerme.

Esta vez no soñé. Ninguna pesadilla turbó mi descanso. La más profunda y reconfortante oscuridad envolvió mi cuerpo magullado, y dormí plácidamente en medio de la nada.




Fuentes de la , y imagen del relato, editadas en Adobe Photoshop CS6.



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