EN MEDIO DE LA NADA | Parte III [relato corto]

EN MEDIO DE LA NADA


Puedes leer la segunda parte aquí.


«Todo fue un sueño», pensé. Todo, menos la fiebre. Y esa condenada jaqueca.


Parte III


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Mis ojos lentamente se fueron adaptando a la oscuridad, las sombras cobraron forma —ninguna era él—, y supe que me hallaba en mi casita; en el diminuto dormitorio de dos por dos, sobre el hundido colchón de la cama, con la mesilla de noche al lado y la antigua cómoda al frente.

A partir de ese momento se me hizo más fácil respirar. Mis músculos se relajaron, mis conductos nasales parecieron expandirse; el nudo en mi garganta se aflojó. Su hedor se transformó en el tenue olor a desinfectante de mis manos.

Los contornos de mi nuevo hogar se hicieron aún más nítidos, y con un sobresalto recordé que había dejado todas las puertas abiertas. No obstante, un segundo después caí en la cuenta de que ya no me encontraba en Santa Bárbara. No había nada que temer.

Permanecí acostada, dejé que mis dedos se escabulleran hacia mi cabeza, buscando en vano algún cabello que pudieran arrancar, e intenté recordar lo que había soñado. Algo me decía que ya había tenido ese mismo sueño antes, pero no podía recordar cuándo. Tampoco podía recordar haber soñado alguna vez con sangre. «Tanta sangre...» La sangre hacia que me mareara. Y aunque en la pesadilla no la había visto directamente, sí la había sentido, fría y espesa sobre el enlosado.

En mi ingenuidad, pensaba que los malos sueños desaparecerían cuando me alejara. Pero no.

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Traté de despejar mi mente y me sermoneé por haberme quedado dormida bocarriba. Debí haberme acostado de lado, debí haberlo hecho. De esa forma el maldito súcubo no podía sentarse sobre mi pecho y perturbarme el sueño.

Me levanté muy despacio, sintiéndome sucia, asquerosa, como cada vez que despertaba de una pesadilla, y me dirigí hacia la puerta del frente arrastrando los pies descalzos.

Me dolía todo el cuerpo; cada paso que daba era un puñetazo en las sienes. El frío aire nocturno que entraba por la puerta chocó contra mi piel ardiente y me hizo estremecer. Me agaché con cuidado, recogí la mochila y busqué la botella de agua. Tomé un par de tragos con dificultad. Me asaltó otro estremecimiento.

No tenía idea de qué hora era, tampoco me importaba. Antes de emprender el viaje me había despojado de la laptop, el teléfono, e incluso el reloj. Ya no los necesitaba. No volverían a esclavizarme.

Estaba adolorida, débil y febril. Aun así, nunca me había sentido tan viva, tan libre... Pero aquel asqueroso regusto amargo seguía atormentándome.

Me encaminé hacia el fondo de la casa y salí al porche. Otro escalofrío me recorrió, y esta vez tardó en abandonarme. El aire olía a tierra mojada: había llovido mientras dormía. La luna flotaba serena sobre la copa de los árboles.

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Me arrodillé a orillas del húmedo piso y metí los dedos índice y corazón en mi garganta. No tuve que introducirlos mucho, de inmediato me asaltó una arcada. Mi esófago se ensanchó y retrocedió, listo para devolver el mejunje de galletas de avena y jugo de naranja procesado que había tomado durante el viaje. Mi estómago se contrajo, mi piel se erizó, frías lágrimas brotaron de mis ojos y resbalaron por mis mejillas. «Que salga, que salga todo. ¡Afuera!»

Intenté con todas mis fuerzas no ver ni oler lo que mi cuerpo acababa de expulsar. Luego volví a introducir los dedos, esta vez más profundo, pero solo emergió un trocito de galleta adherido a un largo hilo de baba. Suspiré de alivio y me incorporé, con el mucho más agradable sabor a avena y ácido cítrico en la garganta, y empecé a caminar hacia el bosque.


Fuentes de la , y imagen del relato, editadas en Adobe Photoshop CS6.



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