Juan se siente de buen humor. Ha salido temprano de casa a disfrutar un café recostado contra las ornamentadas defensas del puente Guzmán Blanco. Desde su altura puede ver las turbias aguas del río Manzanares y la explosión de morados de los apamates en flor, que llevan la mirada, en un suave contraste con el brillante cielo azul cumanés, hacia la desembocadura del mar.

Es la hora en la que las personas atraviesan el puente en el afán de llegar temprano al trabajo. Juan no tiene ocupación fija. Cercano a la treintena de años, tampoco tiene familia propia, pasa los días realizando mandados a ciertos comerciantes o haciéndole favores a las hermanas de su madre que lo quieren como a un hijo.

Su mirada de cazador le alerta de la proximidad de una chica que viene presurosa, Juan cambia de posición en la acera, colocándose de espaldas a la vía, de manera que la chica pase muy cerca de él, en el estrecho espacio que queda entre su cuerpo y los vendedores de café.

Juan ha terminado de enderezar la hilera de botones de su camisa y de pasar la mano por su pelo, para asentarlo, cuando lo inunda el olor de mujer recién bañada que la chica emana.

La tiene muy cerca, podría tocar sus labios, acariciar sus mejillas con ternura, musitar en sus oídos. Es una estampa perfecta. Juan solo tiene segundos para hacer su jugada. Inclina su torso hacia adelante y lo hace: “Adiós, mi amor querido, eres demasiado bella” le dice con su voz más varonil, robando, por un fugaz instante, su mirada.

Juan la sigue con la vista lo que puede, entre el bululú de los transeúntes apurados. Ahora busca la mirada complacida de su amigo, el vendedor de café y, sonriendo, regresa a su posición anterior, a contemplar el fluir del río.

Allí estará un rato, hasta que pase la aglomeración de la hora pico, repitiendo su ritual propiciatorio. Por breves instantes ha tenido su propio amor querido, lo ha encomendado a Dios, y les ha dicho a esas mujeres lo que todas quieren oír: que son bellas.