El caminante, la niña y el gato | Relato |

El caminante, la niña y el gato

   

    Su nombre era Pelusa. Si le preguntaban por qué se llamaba así, el no sabría qué responder. No recordaba ni cuándo lo nombraron así por primera vez, pero el nombre no le incomodaba. Él vivía en una casa cómoda con su niña y la anciana a la que esta llamaba abuela. La niña era buena con él, la abuela también, solo que de vez en cuando lo golpeaba con el periódico o le arrojaba una sandalia cuando intentaba comerse la comida de alguna de ellas.

    En casa no faltaba nada, sin embargo a Pelusa le divertía escabullirse todos los días al terreno baldío de frente. Allá siempre había pequeñas lagartijas e insectos para cazar y jugar, claro está tenía que mirar a ambos lados antes de cruzar la calle. Aquella era una zona no muy transitada, no obstante los pocos automóviles que pasaban eran demasiado veloces para su gusto.

    Ahí estaba, jugando plácidamente entre la mala hierba con un saltamontes. A lo lejos escuchó la voz de su niña que gritaba: «¡Abuela!» con toda emoción, como cada tarde; por alguna razón ella salía diariamente en la mañana y regresaba en las tardes. Él por su parte, siguió en lo suyo con el saltamontes al que atrapaba y volvía a liberar para atraparlo nuevamente por puro ocio.

    Tan entretenido estaba que no se percató del hombre que se le acercó. «Quiere hacerme daño» pensó. Además de su niña y la anciana, los humanos no eran de confiar. Uno le había quebrado la cola hacía mucho tiempo ya, pero él no lo olvidaba y no quería sufrir nada similar nunca más, así que se dispuso huir... el humano pasó de largo. «Es una trampa, solo hace como que se va para volver y atraparme» el miedo le invadió y echó a correr.


Fuente de la imagen original: Pixabay | bella67

    Su nombre era Diana, tenía seis años. Era una niña rubia de ojos claros y piel blanca como las nubes; se llamaba así por la Princesa Diana de Gales, no sabía quién era, pero el simple hecho de compartir nombre con una princesa ya le encantaba. Muy hermosa y aplicada, según decían los profesores de su escuela. Aunque ella no les creía, otras niñas le decían que era fea y siempre sentía que podía dar más en clases. Ese año había comenzado la primaria.

    Vivía con su abuela y el pequeño gato con la cola rota que rescató y al que llamó Pelusa. «No es un nombre muy original» le había dicho una vez la abuela, de todas formas terminó llamándolo así porque tenía un peluche de león con el mismo nombre «este Pelusa será real» pensó en aquel momento. Sus padres no estaban con ella, aún así no los extrañaba tanto porque su padre le prometió que volverían pronto: «será poco tiempo por trabajo, mi amor» y su papá nunca le mentía.

    Diana iba llegando a su casa, en la acera la abuela le esperaba como cada tarde y al igual ella la saludó con euforia.

    —¿Cómo te fue hoy? —preguntó la mujer. A pesar de ser una abuela, Diana la veía tan activa y llena de vida, tenía la idea de que todas las abuelas eran viejitas que a duras penas caminaban, pero la suya no.

    —Bien, abuela. Hoy pude salir al recreo antes porque terminé primero que los demás —respondió ella con una sonrisa de oreja a oreja.

    La abuela la felicitó o algo así, sin embargo no prestó atención. Volteó la vista al otro lado de la acera: un muchacho caminaba junto al terreno baldío, y justo cuando él pasó Pelusa corrió a toda velocidad hacia ella.


Fuente de la imagen original: Pixabay | Pexels

    Su nombre era Jon, tenía 20 años. Caminaba de regreso a casa, ya que el autobús lo dejaba a unas 12 calles, luego de salir de la universidad. Estaba cansado, no había dormido bien la noche anterior y aquella caminata diaria le fatigaba, sentía que sus fuerzas estaban apunto de agotarse, pero aún hacía falta recorrer camino.

    Siempre seguía la misma ruta, evitaba las calles principales y se colaba por los callejones de los barrios, que eran vías más tranquilas. Se acercaba al terreno baldío de la calle 83, esa era la mitad del viaje de modo que se sintió un poco aliviado, pero solo un poco. Terminó de fumar su cigarro y soltó la colilla en el suelo.

    No había ni un alma en la vía, como de costumbre; era precisamente eso lo que le agradaba. A su izquierda, en la otra acera, una niña con uniforme de colegio saludaba a una anciana como si no la hubiese visto en años «solo los niños pueden ser tan felices» pensó y recordó si alguna vez había sido feliz cuando niño: «no lo creo» concluyó. Mientras, a su derecha notó algo entre la maleza que jugaba con algún insecto desdichado.

    El animal era negro en casi todo su largo pelaje, a excepción de una gran mancha blanca en la espalda. Lo que a Jon más le llamó la atención fue su peculiar cola: obviamente estaba fracturada, o lo había estado alguna vez, no parecía dolerle ya, de igual modo le causó gracia ver cómo los últimos ocho centímetros de cola se le movían cual lombriz al lado contrario que el resto. Su tenue risa aparentemente alertó al gato, pues este dejó su querella contra el bicho y volteó a verlo. Por un momento ambos se observaron fijamente. Jon notó el miedo reflejado en los ojos del felino. Volvió la vista al frente, siguió su camino... y cruzó la carretera sin mirar alrededor.

    Alcanzó a ver, detrás del vidrio, al hombre que manejaba la camioneta negra que lo arrollaría; este, en un último suspiro y con una maniobra casi de película, logró esquivarlo y volver a la vía casi sin problemas. El caucho contra el asfalto al intentar frenar, el olor a humo del escape por un motor forzado y posterior e inconfundible sonido de impacto hicieron que Jon voltease.

    —¡Pelusa! —gritó la niña y reventó en llanto —. Nooo —dijo en un tono ahogado y tan agudo como era posible, al mismo tiempo que la anciana solo alcanzó a lamentarse y abrazarla.

    Jon se detuvo en seco y se llevó una mano a la cabeza, se sentía ¿culpable? No lo sabía a ciencia cierta «no ha sido tu culpa» se dijo, y contempló la escena: el conductor no estaba, el animal yacía boca arriba sobre el asfalto con las patas traseras pataleando al aire y la boca abierta. Un impulso le obligó a acercarse. A su vez, la mujer había dejado a la niña llorando en un escalón frente a su casa y se acercaba también. Ambos llegaron en el mismo instante.

    La anciana intentó alzar al gato que pataleaba y hacía un ruido de agonía. Desde ahí era más evidente la sangre absorbía el pavimento. Ella no podía, cada que intentaba moverlo el animal chillaba con más intensidad y la mujer lloraba de nuevo.

    —Yo lo haré —afirmó Jon a la anciana con el desconsuelo firmado en el rostro.

    Él se arrodilló e intentó levantarlo pero el animal movía las patas traseras con una brusquedad que le impedía hacerlo. Era imposible no notar el hedor frente a él, ademas del llanto de la niña a unos cuantos metros que repetía «Pelusa» entre sollozos.

    «Huele a sangre y heces —dedujo y frunció el ceño —. Así huele la muerte, así se resume para todos... en sangre y heces»

    —Está sufriendo —dijo él sin más. No quería ser directo con la señora, pero aparentemente su cara reflejaba lo que las palabras escondían, pues la mujer lo vio horrorizada y asintió con una mano en la boca y lágrimas corriendo entre sus mejillas.

    Tomó al agonizante felino por la cabeza con sumo cuidado, uno de sus globos oculares estaba casi completamente fuera de la cabeza, la imagen le provocó una arcada, «no, en este momento sabes lo que tienes que hacer», le sujetó con la dos manos con firmeza pero tratando de no lastimarlo más y de un tirón, en una milésima de segundo, quebró su cuello.

—Lo siento —dijo con la voz entrecortada.

    Pelusa no sufrió más.


Fuente de la imagen original: Pixabay | Pexels

   

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