Paraíso de mi padre (Una familia imaginaria 5)

Steemitas, mi padre me hablaba de una tierra de abundancia; un paraíso vegetal donde habitaba la risa. Poco a poco también me fue descubriendo sus pasiones y sus desdichas.He fabulado su historia, como debe ser.

Les dejo, pues, esta quinta entrega. Si quieres leer los relatos precedentes, puedes hacerlo acá:

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Mi padre contaba que Florentine Sentier, su tátara, había sido una mujer rebelde. Él la conoció cuando era muy pequeño y lo que recordaba mejor de ella era su velorio. Fue un velorio cantado, casi alegre. “La Abuela Setié, decía mi padre, se murió de ciento dos años, con los dientes completos y visión 20/20” —todos le decían así, la Abuela Setié, con una primera e nasal, omitiendo la ene. Reminiscencias de idiomas allende los mares. Las maravillas del español casi extranjero de mi padre, que desliza las ches, cierra las vocales y marca los agudos; trazas heredadas de otras latitudes. La Abuela Setié terminó sus días sola, luego de haber echado de su lado a tres maridos.

Al parecer, Florentine había venido, con no más de veinte años de edad, desde Martinica, como sirvienta de un holandés de apellido Groen. Era para entonces una muchacha flaquísima de ojos enormes. Amarillos, decía mi padre, como los de un gato de monte. También los acompañaba un muchacho negro, no mucho mayor que Florentine, a quien todos en Río Salado conocerían como Dicló. No bien había pisado el pueblo ese trío extraño, cuando el holandés, un hombre bajito, muy fuerte y de cara chata, preguntó en su escaso español por el viejo Nicomedes, dueño de varias haciendas de cacao. Por él supieron lo poco que se llegó a saber del holandés: que el hacendado lo había conocido en Trinidad, que venía a hacer negocios de cacao, que posiblemente comprara una parcela. Luego no se supo mucho más porque, al día siguiente de su llegada, el holandés fue asesinado a machetazos, en el puentecito de piedras que conduce hacia El Manguito. La Abuela Setié nunca contó nada sobre él.

Palevupatuá?

Contaban que la Abuela Setié lloró angustiosamente sobre el cuerpo destrozado del holandés. Que se desesperaba tratando de hacerse entender. Que a un mismo tiempo intentaba decir que amaba al holandés, que no sabía quién lo había matado y que no sabía qué sería de ella ni de Dicló. Por su parte, Dicló apareció pasado el mediodía, muerto de miedo, pero seguido de una caterva de niños que afirmaban haberlo encontrado borracho en Playa Los Cocos, que desde la noche anterior algunos vecinos lo habían escuchado cantar lo que aseguraban eran rancheras en patuá, si es que algo así podía existir.

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El encargado de las investigaciones fue el suplente del Prefecto de Güiria, Jhon Smith. Este Smith era un muchacho nieto de trinitarios. Tenía aspiraciones políticas, excelentes relaciones con el gobierno, pocos escrúpulos, carácter, y un bigote negrísimo muy fuera de lugar en su rostro aniñado. Con él se maridaría Florentine apenas un mes después de muerto el holandés. Hizo un enlace, nadie lo dudaba, por necesidad, pues, cuando la familia Groen vino a llevarse a su muerto, se llevó a su muerto (y las maletas del muerto), y a nadie más. Florentine y Dicló quedaron abandonados a su suerte en ese fin de mundo, viviendo —casi— de la caridad.
La relación con Smith fue efímera y (por lo menos eso pretendió Smith) clandestina. Se acabó estrepitosamente y a los golpes cuando Smith descubrió los amoríos de Florentine con Dicló. Por supuesto, no fue Smith quien le dio la paliza, sino unos gendarmes suyos. Dicló estuvo preso por tres meses; hasta que Florentine comenzó a sentarse frente a la prefectura, los faldones que usaba recogidos entre sus piernas, en el piso de tierra. Tercamente, todos los días. A la semana regresó a su casa en compañía de Dicló.
Con Dicló tuvo un hijo, a quien pusieron el imposible nombre de Apolo. El sería el protagonista de una historia tristísima que será relatada alguna vez. Por ahora, basta con saber que ni Florentine ni Dicló lo verían crecer y su desaparición marcaría el fin de los amores entre ambos. Sin embargo, Dicló estaría siempre allí para Florentine (y Florentine para él), acostumbrándose con los años a ser un estorbo tolerado, a convertirse paulatinamente en lo más parecido a un hermano menor, perdido, siempre extranjero. Dicló se convirtió en un solterón que se llevaba de vez en cuando a alguna muchacha a su rancho, y, posteriormente, en el abuelo Dicló, quien dependía más o menos de la Abuela Setié. Nunca aprendió a hablar español.
Cuando mi padre lo conoció era un viejo nervudo, fortísimo, de manos inmensas y duras como tablas, “un negro todo marrón, brillante, como de papel lustrillo”, decía, que se sentaba junto a la puerta de la bodega del pueblo y preguntaba a los trinitarios que con frecuencia venían a negociar su mercadería de contrabando: “¿Palevupatuá?”. Mi padre dice que tenía una sonrisa enorme, con dos o tres dientes de oro.

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¡Vete al infierno con tus perros, Diablo!

Dicló murió primero que la Abuela Setié, por supuesto. Ella calculaba que era unos tres años mayor que ella y que al momento de su muerte contaba ya más de ochenta años. Para esa época, hacía mucho tiempo que el pueblo había cambiado sus calles de tierra por vías de asfalto. Y, aunque las casas seguían siendo de bahareque y el mismo río cristalino y salobre dividía la calle principal, mi tatarabuelo, el tercer marido de Florentine, quien demostró talento para los negocios desde muy joven, había introducido en el pueblo hacía tiempo la modernidad de un salón de baile con su garito de juego adjunto, de manera que pudo comenzar a labrar cómodamente la ruina económica de su familia. Hacía mucho tiempo también que la Abuela Setié lo había despachado de su lado y se había mudado a vivir sola en la última casa que ocupó, un rancho en el monte. Allí Dicló subía todas las mañanas, sin falta, a desayunar y luego se volvía a su propio rancho, en un sembradío de maíz que mantuvo hasta que murió.
Solo un hecho extraordinario impidió que Dicló desapareciera mansamente de la memoria del pueblo:
Cuenta mi padre que, meses antes de la caída de Pérez Jiménez, un gendarme de la Seguridad Nacional apostado en Río Salado le dio unas bofetadas a Florentine y la amenazó con dársela de comer a sus perros, dos bestias enormes que siempre lo acompañaban y a las cuales la gente tenía miedo cerval. Con los años, la causa de la disputa cambió y se bifurcó:
En una versión, la Abuela Setié había increpado al gendarme de la Seguridad Nacional por haber piropeado obscenamente a una de sus hijas en la bodega del pueblo; en otra, era la Abuela Setié, bien cumplidos sus cincuenta años pero aún de muy buen ver, quien había sido el blanco del piropo lúbrico del gendarme. Cuentan que, en principio, no identificó al ofensor, pues seguramente se habría mordido la lengua. En lugar de ello, con modos despectivos murmuró un insulto en patois y escupió entre sus pies. En ambas tramas, la consecuencia era la misma: la Abuela era golpeada por el gendarme ante la mirada impotente de Dicló.
Cuenta mi padre que una rabia de buey se fue acumulando en las espaldas del viejo.
Cuenta que en uno de esos días definitivos, en uno de esos días de ira y liberación que marcaron la caída del dictador se escuchó por única vez hablar a Dicló en claro y profundo español. Al gendarme lo habían agarrado tratando de esconderse con sus perros en uno de los cerros que bordean el pueblo. Dicló le habló en la cara, bajito, ahogándose. Y lo que dijo fue esto: “¡Vete al infierno con tus perros, Diablo!”.
Blandía un machete.
Y empezó con los perros.

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Gracias por tu lectura. Te espero en mi próximo post.

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