Esteemitas, dejo para la bondad de sus lecturas el sexto relato de la serie Una familia imaginaria. Enredada con los ritmos de publicación, hace un par de meses que publiqué el quinto. Espero encontrar el perdón de su paciencia.
Si quieren leer los relatos anteriores, pueden encontrarlos en estos enlaces:
- Una familia imaginaria 1
- Go: El jardín de los prodigios (Una familia imaginaria 2)
- El encaje (Una familia imaginaria 3)
- Muertes cruzadas (Una familia imaginaria 4)
- Paraíso de mi padre (Una familia imaginaria 5)
Mis muertos amados
Mi abuela aprendió de Getsemaní a entender la domesticidad de la muerte, más exactamente, la modestia de la carne. Aprendió que la piedad y el miedo se trataban con acciones simples: se debía lavar, vestir y acicalar. El resto, lo aprendió de sus propios muertos, esperados o no; lo aprendió de sí misma una mañana agotadora, hace años.
Contaba que cuando la señora Carmen Luna murió, su hija no sabía qué hacer. No se trataba solo de que fuera muy joven, casi una niña, sino de que eran unas recién llegadas a Puerto Escondido y aún no confiaban en nadie. Entre la gente circulaba una historia no muy clara, que, falsa o no, tenía suficientes elementos creíbles: la muerta había conseguido que Antonio Ruiz, El Verduguillo, se la trajera en su bote desde Cumaná, de donde venía huyendo de un marido que la molía a golpes con demasiada frecuencia. Lo cierto es que nadie dejó de notar que Carmen Luna pasó algunos días viviendo en la casa de éste antes de que, por sus órdenes, le montaran un rancho al pie del cerro, apenas más que una empalizada diminuta, desde donde empezaría a ver cómo se las arreglaba con su suerte.
Pero sucedió que, a los pocos días de estrenar rancho y agobios, Carmen Luna falleció de un síncope, la causa de muerte que la gente de Puerto Escondido reservaba para todos aquellos a quienes la fatalidad alcanzaba inexplicablemente, y esta muchacha, su hija, a quien llamaban Carmencita para distinguirla de la madre, aullaba agarrada a las ropas de la muerta, pateando el polvo del suelo con los pies desnudos; tan fuera de sí que parecía que, en vez de dolor, hubiera cogido un coraje muy grande, casi risible, recordaba mi abuela.
Por ese tiempo, la madrina de mi abuela, Esperanza, ya tenía un poco más de dos años en el pueblo y todos conocían a Getsemaní, el único empleado que se había mantenido a su lado, ya casi un familiar más de esa casa diezmada por las desgracias y las vergüenzas. Pero ésa es otra historia.
El caso es que Getsemaní fue el primero que se condolió de esa muchacha desesperada hasta el ridículo o fue el primero que encontró el modo de ponerle las manos encima y, con los ademanes de quien apacigua a un perro asustado, le susurró despacio, arrebatado por la pena, y le dijo que él mismo iba a componer a su madre, que la iba a dejar bien bonita otra vez, porque entendió antes que todos que el horror que alimentaba ese frenesí tenía mucho que ver con el espectáculo de la cara torcida, amoratada, con que Carmen Luna intentó atrapar su último aire en esta tierra.
Por la obra de sus manos
Getsemaní tenía particular habilidad para vestir santos. Ese, en un tiempo más bienaventurado, había sido su único trabajo en la casa de la madrina Esperanza, en Cumaná, cuando ésta era rica y podía darse el lujo de pasarse las tardes en la iglesia Santa Inés, dirigir grupos de oración y capitanear procesiones. Era una tarea que oficiaba con gran placer, y, vale decir, con una indiferencia mística que le permitía tratar a la colección de imágenes como si dispusiera de la felicidad de multitud de muñecos a los que podía vestir con sedas y gasas coloridas, maquillar e, incluso, engalanar con joyas de verdad. Getsemaní no era católico, pero amaba a esos santos con algo parecido a la devoción, al hambre y al recogimiento de un artista.
No obstante, cuando el marido de la madrina se pegó un tiro y descubrieron que apenas podían pagar el entierro porque casi todo en la casa estaba empeñado, él mismo negoció con el cura la colección de santos y de aquellos vestiditos suntuosos que había confeccionado junto a Esperanza durante días y días de preciosa labor, conversaciones, consuelos y nostalgias del viejo mundo. Conservó para Esperanza una imagen tamaño natural de la Virgen del Valle y para sí mismo una imagen pequeña, muy hermosa, de San francisco de Asís.
Getsemaní aceptó el precio innoble que ofreció el cura aprovechando la desgracia de la casa del suicida y su propio privilegio para bendecir las imágenes, habiéndole negado la indulgencia al marido muerto de Esperanza y aún el consuelo a esa mujer devota y aturdida, ya para siempre, por el golpe.
Contaba mi abuela que Getsemaní repetía esa historia a todo el que quisiera oírlo, que lo asumía casi como una labor educativa sobre la moral de la iglesia y también para volver a reírse con fruición malévola de su pequeña venganza, porque una vez que tenía bien apretados sus reales de plata de ley en el puño y, sintiéndose como Judas Isacariote, se devolvió y agarró su San Francisco. Por supuesto que el cura protestó y lo amenazó con llevarlo a la justicia por ladrón, lo amenazó con la excomunión. Pero Getsemaní sabía que ya todo estaba recogido en la casa, que Esperanza y su hija iban camino de Puerto Escondido. Así que, mientras trataba de no correr hacia la salida con su santo bajo el brazo, le soltó al cura: “Pues, excomúlgame, viejo cabrón”. A fin de cuentas, le tenía más miedo a la justicia humana que a las condenas del sacerdote.
“Porque lo tengo prometido, carajo”
Getsemaní había nacido de padres protestantes, pero no pertenecía a ninguna iglesia. Contaba mi abuela que, cuando le preguntó que era ser protestante, Getsemaní le dijo que era practicar “las cinco solas”, y, finalmente, “quedarse más solo que la una en este país donde todo el mundo es católico”; y no se tomó el trabajo de aclararle más. Así que mi abuela asumió que este hombre extranjero, que podía llegar a ser dulce por momentos, realizaba alguna especie de veneración al Ánima Sola y así se lo dijo a su madre, que se lo dijo a la vecina, y ésta a su propia familia; de manera que, al tiempo, Getsemaní se había ganado, sin buscarlo, una fama oscura entre gentes que ya consideraban equívocos sus modos, su ropa planchada y sus habilidades para elaborar aguas de olor, coser y bordar.
Y fueron esas habilidades las que usó Getsemaní con Carmen Luna, la muerta. La lavó, la vistió, la acicaló. Mi abuela lo asistía sin entender por qué se quejaba tanto del olor a pescado (que ella no podía percibir). Se quejaba de que en el pueblo hasta los perros olían a pescado, hasta las muchachas, hasta los recién llegados cogían olor a pescado (él no, mi abuela dice que Getsematí olía a canela). Y, mientras se afanaba en el cuerpo de Carmen Luna, Getsemaní se emborrachó. Y renegó. Y juró que nunca más arreglaría otro muerto. “Aparte de ti, Esperanza, porque te lo tengo prometido, carajo”, sollozaba. Puso lazos, coronó suavemente la cabeza con un velo nacarado que le había bordado a la virgen por Navidad, puso polvo de arroz, frotó los labios con una conchita de remolacha. La rodeó con flores de barbasco para disimular el rostro, flores de mayo, cortezas de benjuí.
Pero esa muchacha, Carmencita, la hija de Carmen Luna, fue incapaz de ver flores, velos, cintas; tercamente sus ojos le mostraban el rostro amado tumefacto, los ojos reventados como pozos opacos hundidos en sus cuencas, las arañas púrpuras de las mejillas. Carmencita siguió oliendo el olor a muerto más allá del olor de las flores, más allá del olor a pescado que el agua de romero no pudo borrar y entró a un valle de dolor desamparado, sin fin, que ninguno en Puerto Escondido supo —nunca— cómo remediar.